Onanismo mental, nuestro extraño
cerebro y la
crisis ambiental
Por Juan Camilo Jaramillo Posada
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Siempre que pienso en la convergencia de la crisis ambiental actual, no puedo evitar pensar que no hay modo alguno de poder resolver ese problema. Y no sólo lo pienso, tampoco puedo evitar divulgarlo especialmente con mis pobres estudiantes de la universidad, que año tras año deben sentarse por 50 horas cada semestre a que yo les explique con detalle la crisis misma y las inmensas dificultades para solucionarla.
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Todo debido a la estructura y conformación de nuestro extraño cerebro humano, que tremenda ironía.
Onanismo se refiere a la masturbación, a una ‘paja’. Onán es un personaje bíblico menor que fue ejecutado por dios––si, con minúscula, un verdugo cruel no merece mayúsculas––por hacerse una paja para evitar preñar la esposa de su hermano muerto y darle un hijo a ella, que fuera el heredero de ese hermano, no el suyo.
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Él prefirió ‘derramar’ la semilla en el suelo (pecado mortal en las religiones judeocristianas), antes que permitir que un hijo suyo no fuera su propio heredero, y de paso, ser él mismo el beneficiario de la herencia de sus ancestros en vez de la esposa de su difunto hermano y el hijo prestado, que las normas de la época dictaban al pobre Onán.
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O sea, todo un novelón bíblico, donde por una simple masturbación, alguien, como de costumbre en esas historias religiosas, termina siendo ejecutado por la deidad de turno, cruel como siempre con sus amados súbditos adoradores.
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De manera que Onanismo Mental, es solo eso, una paja mental. Qué es exactamente lo que la humanidad colectivamente se está haciendo con el cambio climático y el resto de problemas ambientales, entre otras cosas. En 1957, un sicólogo llamado León Festinger postuló una teoría llamada Disonancia Cognitiva.
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Se refiere a una característica del cerebro humano que, al verse enfrentado con dos ideas o cogniciones opuestas, decide descartar una de ellas y actúa en favor de la que menos hiera su ego. O sea, se hace una paja mental y justifica lo que sea para no sentir la incómoda sensación que causa la disonancia entre ideas.
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A la gente no le gustan las contradicciones. Nuestro extraño cerebro usa ese mecanismo todos los días y en todo momento para tomar decisiones, incluso las más insignificantes. Un fumador se dice a sí mismo que el cigarrillo no es tan dañino, para poder disfrutar del humo tranquilo. Un creyente piensa que vivirá eternamente después de la muerte, porque la idea de la muerte final a todos aterroriza. Su ego no quiere ser lastimado con semejante estado de insignificancia: ¡estar muerto!
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Y un estudiante de desarrollo sostenible se hace pajas mentales todo el día con innovaciones de paneles solares, carros eléctricos o sistemas de compostaje eficientes, mientras se come un churrasco, procrea varios hijos––lo peor que alguien puede hacer por el planeta en términos de emisiones netas––o va de vacaciones a Europa. ‘Soy super sostenible’ piensa él incauto, porque acaba de depositar dos pilas viejas en un contenedor de la universidad dedicado solamente a eso. Eso sí, acaba de tirar a la basura 300 gramos de desechos plásticos de un solo uso para comerse esa deliciosa hamburguesa cómodamente sentado en la cafetería.
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Los antiguos griegos ya escribían sobre esta característica cognitiva humana hace más de 2.700 años. Esopo, un fabulista famoso de la región hoy conocida como Bulgaria, relata la historia de una zorra que quería comer unas uvas, pero no podía alcanzarlas, así que decide que ya no tiene hambre y no las quiere más, alejándose de la vid con dignidad elegante en su resignación. ​
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El Chavo del Ocho lo decía con frecuencia, cuando Quico le ofrecía una torta de jamón y al estirar la mano para recibirla, el malvado hijo de Doña Florinda le decía ‘¡compra!’, a lo que el Chavo respondía con sabiduría filosófica: ‘¡al cabo que ni quería!’. Clásica disonancia Cognitiva. ​
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Ahora todos lo hacemos con el cambio climático. Nos repetimos hasta el cansancio que si nosotros causamos el lio, podemos resolverlo también, y que eso será pronto. Las Naciones Unidas, hacen sus famosas conferencias COP cada año hace más de medio siglo, y en cada una de ellas se firma un pacto, una cumbre, un acuerdo que promete resolver de una vez por todas el problema. Pero los datos que miden juiciosamente los científicos––y publican–– todos los días, muestran que las cosas sólo empeoran.
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No hay ningún indicador ambiental global que haya mejorado en los últimos 70 años: las emisiones de carbono; la acumulación de basura; la deforestación; el deshielo de los glaciares; la extinción masiva de fauna y flora, o el colapso progresivo del ecosistema a nuestro alrededor. El Titanic se hunde mientras la orquesta continúa tocando, como si nada pasara. Disonancia Cognitiva.​
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Sin embargo, nuestro extraño cerebro tiene otras sorpresas cognitivas que no permiten que avancemos en las soluciones que demanda la emergencia. ¡Es más, la mayoría de la gente ni siquiera reconoce que hay una emergencia!
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Una de ellas se llama el Sesgo del Optimismo. Es, como su nombre lo indica, un sesgo cognitivo que hace que una persona crea que es mucho menos probable que ella misma experimente o pase por un evento negativo.
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También se conoce como optimismo irreal u optimismo comparativo. El sesgo de optimismo es muy común y trasciende nacionalidad, género, edad o etnias. Incluso se ha reconocido el sesgo del optimismo en especies no humanas como pájaros o roedores.
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En cuanto al medio ambiente se refiere, el sesgo engaña a las personas con posibles ‘soluciones’ que parecen estar a la vuelta de la esquina, cuando en realidad es todo lo contrario lo que se asoma por esa oscura calle del futuro. El sesgo de optimismo no solo distorsiona la realidad, sino que finalmente retrasa cualquier acción inmediata que deba tomarse con urgencia para detener o mitigar el problema, ya que todos estamos afectados y todos padecemos del mismo desorden. Además, todos sabemos que el optimismo suele ser contagioso porque las personas se sienten bien (dopamina), cuando piensan positivamente. Así que perpetuar el pensamiento positivo enmascara, nubla la objetividad de la humanidad, y eso es muy, muy peligroso en una emergencia.
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Un ejemplo claro son los famosos 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible u O.D.S., propuestos por las Naciones Unidas, los mismos autores de las crónicamente fallidas conferencias COP 1 a 26. Parecen ser buenas intenciones, pero ni la pobreza, ni el hambre, ni la deforestación, ni la paz o las emisiones de carbón, se solucionan con buenas intenciones. Se necesita actuar colectiva e inmediatamente, y nada parece indicar que eso vaya a ser una realidad pronto.
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Otro comportamiento raro de nuestros cerebros es denominado Tribalismo. Es exactamente lo que describe. Se conoce como la acción de estar organizado y defender tribus o estilos de vida tribales. La evolución humana se produjo en pequeños grupos de cazadores recolectores en la llamada Edad de Piedra o Paleolítico. La supervivencia de esos clanes dependía principalmente en la cohesión de la tribu y la hostilidad hacia otras tribus.
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Con una connotación negativa y en un contexto político y/o social, el tribalismo desafortunadamente también puede significar comportamientos o actitudes discriminatorias hacia los demás, algo a lo que estamos acostumbrados y de lo que somos testigos día a día. Piensa en un partido de futbol donde dos muchachos con camisetas de diferentes colores se agreden e incluso asesinan por una rivalidad proveniente de su más profundo pasado genético que los impulsa, sin ellos saberlo, a ser ciegamente leales a su equipo y hostiles hacia otros equipos, como tenían que ser esas bandas de cazadores recolectores para sobrevivir hace 100 ó 200 mil años.
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El tribalismo tiene un efecto adaptativo en la evolución de Homo sapiens. Los humanos somos animales sociales y no estamos equipados para vivir solos. Los lazos sociales y el tribalismo ayudan a mantener a las personas comprometidas con el grupo, incluso cuando las relaciones inter-personales pueden deteriorarse. Eso evita que se alejen o se unan a otros grupos. También conduce a la intimidación y la amenaza, cuando un miembro de la tribu no está dispuesto a ajustarse a la política grupal. ​
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No hay forma de resolver una emergencia global, una crisis existencial colectiva globalmente, en un planeta dividido en millones de tribus distintas, cada una con su agenda y sus propias versiones miopes de la verdad y la realidad. La naturaleza humana en su peor expresión.
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Finalmente está el síndrome del Terror a la Muerte. Esa negación constante de los humanos a la finitud de la existencia, alimentada por supersticiones religiosas o espirituales que convencen a la gente que morir, no es morir en realidad sino un paso, una transición a una mejor vida que además promete ser eterna y feliz por siempre. ¡Hablando de pajas mentales!
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La teoría de la gestión del terror a la muerte, es una teoría de la psicología social y evolutiva propuesta originalmente por Solomon y Greenberg, expuesta en su libro ‘The Worm at the Core: On the Role of Death in Life’. Proponen los autores, que un conflicto psicológico básico resulta de poseer un instinto de auto conservación, mientras simultáneamente nos damos cuenta de que la muerte es inevitable y casi siempre impredecible.
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Este conflicto produce terror, que se maneja a través de una combinación de creencias y escapismos culturales que actúan para contrarrestar la realidad biológica, con formas y valores más significativos y duraderos en la mente de las personas. Pero esas son construcciones humanas, y nada más. La teoría se deriva del trabajo del terror de la aniquilación absoluta, crea una ansiedad tan profunda en las personas––aunque inconsciente––que se pasan la vida tratando de encontrarle sentido a su existencia.
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El antropólogo Ernest Becker, quien ganó el Premio Pulitzer de 1973, por su trabajo ‘The Denial of Death’, en el que el autor sostiene que la mayoría de las acciones humanas se hacen para ignorar o evitar la inevitabilidad de la muerte. A gran escala, las sociedades construyen símbolos, leyes, religiones, culturas y sistemas de creencias diversos para explicar el significado de la vida. Los teóricos de la gestión del terror consideran que esto es totalmente compatible con la teoría de la evolución. El miedo válido a las cosas peligrosas, tiene una función adaptativa que ayuda a facilitar la supervivencia de los genes de nuestros antepasados.
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Así como el bipedalismo humano confiere ventajas y desventajas evolutivas, la ansiedad por la muerte es una parte inevitable de nuestra inteligencia y de la evolución de la misma. No hay mucho que podamos hacer acerca de eso y desafortunadamente, esa ansiedad causa que las personas nieguen los peligros inminentes como el cambio climático o la degradación del ecosistema global.
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Nuestro extraño cerebro es el producto de millones de años de evolución. Está preparado para lidiar con asuntos y dilemas de la edad de piedra, no con los problemas de la actualidad. De los 200 o 250 mil años que llevamos como especie en el planeta solo un 5% de ese tiempo hemos vivido en asentamientos cultivando nuestra comida, pastoreando animales dóciles, y bueno, recientemente, también tecleando en aparatos con alto poder computacional que resuelven casi todos nuestros mundanos problemas, pero no los importantes.
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El resto del tiempo en este planeta vivimos cazando y recolectando, preocupados por el día a día sin pensar en ahorrar para la universidad de los niños, comprarle a la abuelita un regalito de navidad, o pagar los servicios de luz y agua. Nuestro extraño cerebro no está preparado para una pesadilla de la magnitud y velocidad de un colapso de la biosfera. Simplemente algo así no registra en la mente de la gente y es eso, precisamente, lo que nos tiene en la encrucijada actual. Esa es la razón por la que la solución a esta crisis existencial no tiene solución.
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Así usted piense que si la hay; así usted crea que el discurso eufórico de que la tecnología todo lo puede; así usted decida positivamente que la humanidad siempre sale adelante de todos sus problemas y que el autor de este artículo es un pesimista incorregible que debería estar medicado con antidepresivos. ​
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Piénselo de nuevo... Estamos en rojo desde hace cientos, tal vez miles de años y es hora de saldar la cuenta de extinción por pagar que hemos evitado desde la revolución industrial y particularmente desde 1950, el año de ‘La Gran Aceleración’, cuando todos los indicadores del daño ambiental se empinaron de un modo claramente exponencial, que nunca son buenas noticias en un ecosistema diverso, frágil y finito como nuestro hermoso planeta.
